No oigo el silencio

En la década de los noventa, cuando me encontraba estudiando Teología, con motivo de las actividades pastorales que desarrollábamos, estuvimos en Granada, en la fase nacional de la canción misionera participando. En la Vigilia que realizamos en la Catedral, quien la dirigía dijo estas palabras para pedirnos a todos que nos calláramos porque íbamos a comenzar la celebración: “No oigo el silencio”. Tanto a mí como a mis compañeros nos hizo mucha gracia esta expresión y con mucha frecuencia la decíamos con ironía y para reírnos, porque no oíamos el silencio cuando teníamos que pedírselo a los distintos grupos con los que nos encontrábamos. Y desde entonces en más de una ocasión yo lo he seguido repitiendo en mi etapa de profesor de religión.

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Ser santo y perfecto

«Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Díos, soy santo» (Lv 19, 2) y «sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Estas dos frases, que distan mucho en el tiempo entre sí, son dichas por Dios Padre y Dios Hijo en la Biblia y son una invitación clara a buscar la santidad y la perfección en tu día a día, sin desfallecer ni en los esfuerzos ni en los intentos. Este camino de perfección y de santidad comienza por ser justos en todo con los demás y tener rectitud de conciencia a la hora de actuar, buscando siempre el bien del otro, incluso por encima del tuyo. Son muchas las invitaciones cotidianas para que pienses en ti mismo y no te compliques la vida por nadie. El ejemplo lo tenemos muy cerquita nuestra porque vivimos en un mundo globalizado, cosmopolita, con acceso fácil a toda la información del mundo en nuestra mano y cada vez las personas estamos más aisladas en nuestros entornos y en nuestras vidas particulares. La tecnología nos permite comunicarnos en tiempo real con cualquier parte del mundo y a la vez cada vez lo hacemos menos con los que más cerca estamos.

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Ir a la montaña

Mantenerse firme en la fe, estar de pie en medio de las dificultades, no caerse por mucho que arrecie la tormenta y el viento, ser constante en los propósitos y por mucho que cambien las situaciones permanecer en el mismo lugar. Así es como Jesús nos invita a que nuestra vida sea siempre un reflejo de la fuerza que Él nos da, aunque somos conscientes de que en medio de la tempestad pasamos dificultad, inquietud, temor, inseguridad… y tantas sensaciones que vivimos que nos han de ayudar a tomar conciencia de lo importante que es confiar en Dios para permanecer en Él. 

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Equilibrio interior

Parece casi normal que en nuestra vida suframos altibajos. Hay días que estamos más animados que otros; sentimientos que van y vienen; ilusiones y desilusiones que marcan la vitalidad con las que luchamos las cosas; enfados y desenfados con las personas que nos rodean y las circunstancias que tenemos que vivir…; y un sin fin de actitudes y vivencias que hemos de afrontar cada día y que marcan esos picos altos y bajos que tenemos en nuestro interior y que condicionan nuestra forma de vivir. Mantenernos en un mismo estado y nivel de vida interior parece casi imposible, porque vivir constantemente en equilibrio interior resulta una empresa difícil y dura a la vez, pues hemos de tener una fuerte vida interior que nos ayude a mantenernos en paz, serenidad, esperanza e ilusión en todo momento y en cada vivencia, independientemente de cómo sea. Es cierto que no somos máquinas, pero si algo nos ayuda a mantenernos en este equilibrio tan preciado y beneficioso es nuestra vida espiritual, pues nos ayuda a afrontar desde la presencia de Dios y desde la confianza más absoluta cada situación que tengamos que vivir, por muy dura y traumática que sea.

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Las grandezas de la oración

La oración es el camino a la santidad, es la puerta que nos lleva al encuentro con Dios. No podemos prescindir en nuestra vida de fe de la oración y pensar que somos espirituales sin cuidarla, mimarla y enriquecerla cada día. Cuando dejamos de rezar somos engañados, nos vienen las dificultades y torcemos nuestro camino. Hemos de estar preparados para orar cada día, porque si no es imposible alcanzar la santidad. Este es nuestro propio futuro, el de nuestra comunidad y el de la propia Iglesia. Cada uno hemos de esforzarnos por mantenernos fieles en este camino, porque sabemos de nuestras debilidades y lo que nos cuesta perseverar sin desfallecer. Hay veces que tenemos que hacer sobreesfuerzos para rezar y esto es un síntoma claro de que hay algo que no estamos haciendo bien.

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Sé un C.A.S.O.

Entramos en la Semana de Pasión, la recta final del tiempo de Cuaresma que estamos celebrando. Hoy tienes la oportunidad de echar una pequeña mirada atrás, a lo que han sido estos más de treinta días de camino, de conversión. ¿Están siendo fructíferos? Espero y deseo que sí. Si no es así, todavía estás a tiempo de rectificar y darte una oportunidad con el Señor. Los días pasan rápido, hay veces que casi ni nos enteramos, por la velocidad con la que vivimos y tantas cosas como tenemos que realizar. El tiempo no se detiene y nos va consumiendo, nos permite aprovechar y desaprovechar oportunidades. ¿Cuántas has vivido con el Señor en estos días? El Señor te llama para que seas un hombre nuevo. Arriésgate y da el salto rompiendo con tu vida pasada, para darle cabida a Él y dejarte llevar por donde considere. No le preguntes, no le pongas trabas, demasiadas le has podido poner a lo largo de tu vida. Ahora es el momento de dar el paso definitivo, de lanzarte al vacío y dejarte coger por el Señor. No tengas miedo, Dios no defrauda. Déjate llevar.

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Un irrenunciable

¡Qué bello es ver la fe de las personas que te rodean! Cuánta confianza y cómo se ponen en las manos de Dios ante las situaciones que tienen que afrontar en su vida. Qué bonito es poder escucharlos decir cómo el Señor no defrauda y cómo lo sienten tan cercano y tan presente en su vida. Son expresiones hermosas de fe que anónimamente van posándose en el mundo y en la sociedad sin hacer mucho ruido, pero que van calando en un estilo de vida muy concreto, el cristiano, y en un amor a Dios que es incombustible y que plenifica a la persona. Encontrar el sentido a todo lo que nos acontece es una gracia que Dios nos concede y que nosotros tenemos que buscar y mantener. Cierto que la fe es un regalo que se nos ha dado, pero este regalo tenemos que enriquecerlo cada día con nuestra dedicación y aprovechando las armas que la Iglesia pone a nuestro alcance para que Dios siga siendo el centro insustituible de nuestra vida.

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Excusas para no rezar

Muchas son las justificaciones y excusas que solemos poner a los demás, a nosotros mismos y al Señor, para poder explicar nuestras actitudes. Muchas veces, por no decir siempre, quedan distantes de aquello que pensamos o hemos dicho. Hay veces que acudimos a ellas de una manera habitual y natural, procurando quedar bien para que así nuestra imagen no se vea dañada o para que los demás no se enfaden, aunque eso suponga tener que faltar a la verdad o no ser nosotros mismos. Otras somos esclavos de nuestras propias palabras, especialmente cuando no las medimos bien, o las decimos de una manera superficial para no quedar mal ante nadie, quedamos comprometidos y también en evidencia en multitud de ocasiones.

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Reza para aprender a llevar la cruz

Es curioso cómo Jesús en el Evangelio enseña a los discípulos a rezar, pero en ningún momento los Evangelios nos cuentan si Jesús les está enseñando a hablar en público, ni a predicar, ni a hacer milagros. Lo único que nos cuenta el Evangelio es que los discípulos le piden al Señor que les enseñe a orar, porque querían aprender a rezar como Él: «Señor enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11, 1). Ellos pudieron comprobar con sus propios ojos que la oración le hacía algo especial al Maestro, porque todos los días se iba a la montaña a orar, a tratar con Dios. La oración era parte de su vida, de su día a día, pues siempre se retiraba a la montaña a orar, Él sólo: «Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo» (Mt 14, 23). Jesússiempre buscaba el encuentro con el Padre, donde entraba en esa intimidad y comunión de amor, necesaria para seguir realizando la misión diariamente. A pesar del cansancio, de las fatigas del día a día, de ver cómo algunos se marchaban de su lado por la exigencia del Evangelio, las discusiones con los fariseos e incluso después del enfado al expulsar a los mercaderes del templo…, Jesús oraba y se fortalecía. Encontraba el descanso del alma y salía totalmente renovado, incluso me atrevería a decir con la cara totalmente transformada, pues el Hijo de Dios y el Padre son Uno (cf. Jn 10, 30).

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