Un irrenunciable

¡Qué bello es ver la fe de las personas que te rodean! Cuánta confianza y cómo se ponen en las manos de Dios ante las situaciones que tienen que afrontar en su vida. Qué bonito es poder escucharlos decir cómo el Señor no defrauda y cómo lo sienten tan cercano y tan presente en su vida. Son expresiones hermosas de fe que anónimamente van posándose en el mundo y en la sociedad sin hacer mucho ruido, pero que van calando en un estilo de vida muy concreto, el cristiano, y en un amor a Dios que es incombustible y que plenifica a la persona. Encontrar el sentido a todo lo que nos acontece es una gracia que Dios nos concede y que nosotros tenemos que buscar y mantener. Cierto que la fe es un regalo que se nos ha dado, pero este regalo tenemos que enriquecerlo cada día con nuestra dedicación y aprovechando las armas que la Iglesia pone a nuestro alcance para que Dios siga siendo el centro insustituible de nuestra vida.

Vivir la fe nos tiene que sumergir en una serie de hábitos incuestionables en nuestra vida que nos hagan más cristianos y más practicantes. No podemos “profanar” estos hábitos con tanta facilidad porque rápidamente perdemos la Gracia de Dios y sin darnos cuenta terminamos alejándonos de Él y perdiendo el sentido del porqué hacemos las cosas. Igual que hay irrenunciables en nuestra vida cotidiana, lo mismo tiene que ocurrir con nuestra fe. Son muchas las cosas a las que no renunciamos por principios y hacemos lo que sea necesario con tal de mantenerlos. Nos resulta difícil estar veinte minutos rezando a Dios, se nos hace una tarea complicada, pero podemos estar veinte minutos (y lo que haga falta) conectados a las redes sociales con el teléfono móvil.

Dios no es un artículo de consumo, hemos de comprender que Dios es Dios y necesitamos de Él por muy autosuficientes que nos creamos. No somos ni todopoderosos ni inmortales. No podemos competir ni compararnos con Dios, porque no estamos en igualdad de condiciones, por mucho que queramos. Dios no necesita de nosotros, nosotros sí que necesitamos de Él. Y Dios nos ama con locura, quiere vernos felices y realizados en todo lo que hacemos, por eso es bueno que nos paremos y pensemos todo aquello que nos estamos perdiendo por no ponerle en el centro de nuestra vida. Todo cambia y es distinto cuando Dios está en el primer lugar de nuestra escala de valores. Cuida tu fe y aprovéchate del Señor cuanto necesites, siempre está dispuesto a ayudarte y llenar tu corazón de su presencia para que toda tu vida esté impregnada de su Amor y así no te sientas nunca abandonado.

Verdaderamente es una tragedia para el hombre sentirse abandonado por el Señor, porque en el corazón ha entrado la desazón ante las circunstancias de la vida. Esta situación no es porque Dios se haya apartado del camino, sino porque se ha producido la primera carencia en la vida de fe de la persona: abandonar la oración. Cuando el mundo nos empieza a invadir y nos sumerge en su ritmo de vida lo primero que abandonamos los creyentes es la oración personal, el verdadero pulmón de la fe, el oxígeno que nos renueva y nos mantiene vivos y frescos. Es vital cuidar la vida de oración para no entrar en esta dinámica de abandono y carencia de Dios, y sobre todo para que la fe no se enfríe y todo lo que suene y hable de Dios nos resulte extraño y lejano.

Por eso las personas de fe cuando se encuentran en determinadas situaciones de su vida se agarran a Dios, acuden a Él para que su fe se vea fortalecida y aumentada, pero sobre todo para poder afrontar con paz, calma y serenidad los contratiempos y achaques que la vida nos va trayendo, fruto de nuestra condición mortal e imperfecta. Mira a tu alrededor y descubre lo que Dios te está diciendo, no para manipularte, sino para ayudarte y hacerte sentir mucho mejor. Ámale y ya verás como ese amor te volverá multiplicado y te dirás: “No merezco tanto como Dios me ha dado”. Pero así es Dios, infinitamente desproporcionado en Amor.