
Desde que nacemos heredamos no sólo el físico, sino también los hábitos y las formas que aprendemos de los que nos rodean. Nuestros mayores nos han enseñado lo que creían que era lo mejor para nosotros; cuando empezamos a tener conciencia propia y capacidad crítica, filtramos por nuestra razón y moral lo que consideramos que es lo correcto. Nos han enseñado a amar, a respetar, a ser educados con las personas…; también nos han enseñado a defendernos cuando nos atacan y a ser lo más justos posible buscando siempre la igualdad y la armonía allá donde nos encontremos. Influimos en el ambiente en el que nos encontramos, dependiendo de la manera en la que lo hacemos nuestro. Implicarnos o no es un paso fundamental que nos hace ser escritores de la historia o meros espectadores. Hay veces que el compromiso nos incomoda y nos llega a asustar, porque nos exige y nos obliga a salir de nuestra forma de confort y a complicarnos la vida, cada vez más. ¿Cuál es el límite que pones a tu compromiso? Si algo nos enseña Jesucristo es a llegar hasta el final, a dar la vida, aunque suponga sufrimiento y angustia, como Él la vivió en Getsemaní y en el Calvario.

No es final. Todavía no. Puedes creer que no hay solución, que todo está perdido, que tu vida ya no puede ir a peor y que es un desastre. Pero no, no es final. Siempre hay una salida, una salida que a última hora encuentras, donde puedes abandonar la oscuridad que te invade, el pesimismo que te encoje hasta lo más profundo del alma. Podrás decirme que cuando se pasa mal no es tan fácil. Que cuando el sufrimiento, el dolor y la impotencia aprietan las cosas no se ven de la misma manera. Que hay que vivirlo para saber lo mal que lo pasa uno. Que opinar viendo los toros desde la barrera es muy cómodo. Que no tienes esperanza y que has dejado de creer en las personas, en Dios y en todo. Es cierto que nadie se puede cambiar por ti ni vivir lo mismo que estás viviendo tú, eres insustituible… pero de todo se sale. Dios siempre cierra una puerta, pero abre una ventana. Esta es la esperanza con la que tienes que vivir y que te tiene que ayudar a no desfallecer en la lucha por salir adelante. Aunque no entiendas las cosas en este preciso momento o durante el resto de tu vida. Tienes derecho a pasarlo mal, a desahogarte, a todo lo que tu quieras… pero no puedes estar así toda la vida. Se entiende perfectamente que puedas estar un tiempo mal, pero hay que levantarse y reemprender la marcha. No puedes estar toda la vida sentado, parado, perdido. La vida se te ha regalado para vivirla y Dios te ha dado una serie de dones y la fe para que te realices en lo que haces.
Siempre que nos dan una mala noticia ante una enfermedad, un accidente o cualquier cosa que ocurre gravemente nos ponemos en el peor de los casos y de las situaciones que pueden llegar a ocurrir. Sabemos de nuestra condición mortal y de la debilidad y fragilidad del cuerpo humano, tan frágil y vulnerable. Nuestra mente es capaz de llegar a pensar a velocidad terminal, en pocos segundos, tantas situaciones que se nos puedan venir ante las posibles consecuencias de la mala noticia que nos acaban de dar. Mantener la calma, la paz, la serenidad y la tranquilidad en una situación así es muy complicado, porque necesitamos asimilar, aceptar y hacernos a la idea. Es un proceso mental que se da en cada persona y por el que todos, queramos o no, hemos de pasar. Sabemos que hay ciertos acontecimientos que no se digieren con facilidad y por desgracia no tenemos ni patrones ni recetas que nos den rápidas soluciones y respuestas a las nuevas vivencias que se nos plantean.

La Eucaristía nos llama a hacer memoria de una vida entregada desde la radicalidad de la Cruz. La Cruz es entrega, es llevar un estilo muy concreto de vida donde nos entregamos a los demás por amor y vivimos desde la gratuidad total. Sin buscar ni pedir respuestas, sino siendo obedientes a los que el Señor Jesús nos dice en el Evangelio, que tenemos que hacer vida para que realmente hagamos memoria de Él, que por amor nos ha enseñado y enseña a morir por los demás buscando siempre lo mejor para ellos. Cierto que hay veces que nos resulta demasiado difícil entenderlo y ponerlo en práctica, pero no está en nosotros el buscar razones y el querer saber. Sabemos desde el comienzo de los tiempos que la curiosidad y el deseo nos llevaron al pecado original por parte de nuestros primeros padres, Adán y Eva (cf Gen 3). La desobediencia a Dios y el querer cuestionar lo que nos dice y pide hace que pongamos a Dios en un segundo plano en nuestras vidas y terminemos matándolo en nuestros corazones a través del pecado. Entonces la Eucaristía deja de tener sentido, porque se convierte en algo vacío, que no alimenta nuestra alma ni nos da luz. Hemos de aspirar siempre a algo más. A Dios mismo.
