Ante la ofensa, ora y luego habla

Desde que nacemos heredamos no sólo el físico, sino también los hábitos y las formas que aprendemos de los que nos rodean. Nuestros mayores nos han enseñado lo que creían que era lo mejor para nosotros; cuando empezamos a tener conciencia propia y capacidad crítica, filtramos por nuestra razón y moral lo que consideramos que es lo correcto. Nos han enseñado a amar, a respetar, a ser educados con las personas…; también nos han enseñado a defendernos cuando nos atacan y a ser lo más justos posible buscando siempre la igualdad y la armonía allá donde nos encontremos. Influimos en el ambiente en el que nos encontramos, dependiendo de la manera en la que lo hacemos nuestro. Implicarnos o no es un paso fundamental que nos hace ser escritores de la historia o meros espectadores. Hay veces que el compromiso nos incomoda y nos llega a asustar, porque nos exige y nos obliga a salir de nuestra forma de confort y a complicarnos la vida, cada vez más. ¿Cuál es el límite que pones a tu compromiso? Si algo nos enseña Jesucristo es a llegar hasta el final, a dar la vida, aunque suponga sufrimiento y angustia, como Él la vivió en Getsemaní y en el Calvario.

Decía Platón: “Sé amable. Cada persona con la que te encuentres está librando su propia batalla”. Cada persona tiene sus circunstancias, sus alegrías y sus penas, sus motivaciones y sus agobios; cada uno está sumergido en su batalla, en sus problemas y preocupaciones, y tú debes saber posicionarte ante las circunstancias de los demás, para no tener prejuicios ante nada ni nadie, y poder actuar con libertad aportando tu granito de arena. Para ello es importante la actitud interior que tengas ante las ofensas que los demás puedan realizarte; las ofensas nos hacen daño porque sentimos y somos personas, no somos muebles; tampoco es cuestión de ignorarlas o de ser ciego a ellas; ante las ofensas podemos sentirnos dolidos y ofendidos, pero no podemos quedarnos instalados en esa situación en el tiempo, porque el daño que nos produce es mucho mayor. Si somos capaces de no perpetuarnos en la ofensa, estaremos ayudando a que nuestra alma sea más fuerte y podamos gestionar con mayor determinación los agravios que nos han hecho y así superarlos con mayor prontitud. La mente es poderosa y ante el mal que nos han podido causar hemos de saber dominarla para que los pensamientos no tengan mucho recorrido ni los dejemos volar más allá de la línea que nos permite perdonar y no hacer un mundo de lo que nos han hecho.

Aclara las situaciones cuanto antes, no dejes que pase el tiempo para que así no hagas malas interpretaciones de los gestos y las entonaciones en las palabras que se dicen. Así lo dice Jesús: «Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18, 15-17). Es importante afrontar las situaciones de conflicto, con paz y con calma, buscando siempre la verdad desde el amor y el bien del otro. La delicadeza y las formas que empleamos a la hora de decir las cosas son importantes, porque hemos de ser sensibles al otro, aunque nos hayan ofendido y nos sintamos molestos. No hables por detrás de nadie, ni juzgues a la otra persona sin haber hablado antes con ella. Cada uno en libertad ha de ver cómo reacciona y cómo afronta la situación para tomar una postura ante el hermano. Deja que sea el Señor quien te ayude a encontrar la paz y a dejar que el amor de Cristo no se vaya nunca de tu corazón para que así puedas ser misericordioso y comprensivo con quien te ha ofendido. Ante la ofensa, ora y luego habla. Fíjate en Cristo Crucificado y dí: “Padre, perdónalos porque no saben lo que se hacen” (Lc 23, 34)