
El nombre es signo de identidad. Todos tenemos nombre y por norma solemos sentirnos muy orgullosos de cómo nos llamamos. Incluso muchas personas lo cambian y le ponen un diminutivo para ser llamados como más les gusta, porque se identifican mejor con él. Cada nombre tiene su origen y su significado y por norma suele estar relacionado con la impronta y el carácter de cada uno. Cuando escuchamos nuestro nombre, aunque no se dirijan personalmente a nosotros y lo hagan a otra persona que se llama igual, solemos mirar hacia el lugar donde lo hemos escuchado.





La Eucaristía nos llama a hacer memoria de una vida entregada desde la radicalidad de la Cruz. La Cruz es entrega, es llevar un estilo muy concreto de vida donde nos entregamos a los demás por amor y vivimos desde la gratuidad total. Sin buscar ni pedir respuestas, sino siendo obedientes a los que el Señor Jesús nos dice en el Evangelio, que tenemos que hacer vida para que realmente hagamos memoria de Él, que por amor nos ha enseñado y enseña a morir por los demás buscando siempre lo mejor para ellos. Cierto que hay veces que nos resulta demasiado difícil entenderlo y ponerlo en práctica, pero no está en nosotros el buscar razones y el querer saber. Sabemos desde el comienzo de los tiempos que la curiosidad y el deseo nos llevaron al pecado original por parte de nuestros primeros padres, Adán y Eva (cf Gen 3). La desobediencia a Dios y el querer cuestionar lo que nos dice y pide hace que pongamos a Dios en un segundo plano en nuestras vidas y terminemos matándolo en nuestros corazones a través del pecado. Entonces la Eucaristía deja de tener sentido, porque se convierte en algo vacío, que no alimenta nuestra alma ni nos da luz. Hemos de aspirar siempre a algo más. A Dios mismo.

