La fe en Dios por encima de todo

Podemos tener nuestros altos y bajos, nuestros momentos de debilidad y de confusión personal. Nos podemos ver tentados por nuestra condición humana, débil y pobre, a renunciar, abandonarlo todo y echar por tierra todo el camino de una vida cercana a Dios que hemos podido tener. Podemos llegar incluso a cometer pecado y alejarnos momentáneamente de Dios; recapacitar y volver con un corazón arrepentido a la casa del Padre. Así somos los seres humanos: pobres, vulnerables, indefensos ante el poder de Satanás; y renovados y reanimados ante la grandeza de Dios que nos fortalece y ayuda a superar el pecado. Así nos quiere el Señor, fuertes, perseverantes y cimentados en Cristo, que es la Roca que nos salva.

Si echemos una mirada a los evangelios y a la relación entre el Señor Jesús y los apóstoles, vemos ese camino compartido, intenso y lleno de multitud de momentos de compartir, de vida y de amor verdadero. Así lo quiso el Señor Jesús, que con paciencia fue enseñando y corrigiendo a los discípulos, enseñándoles. que quien quisiese ser el primero fuera el último y el servidos de todos; que hay más alegría en dar que en recibir; que quien quisiese seguirle no podía estar con la mano en el arado y mirando constantemente atrás. Jesús nos ama tal y como somos, sabe de nuestros defectos y debilidades y desde el uso correcto de nuestra propia libertad nos deja elegir lo que consideramos que es mejor para nosotros. Porque Él sabe cuál es nuestro potencial y dónde podemos llegar, porque la vida de fe y la vida en Dios, nos permiten buscar con ahínco nuestra propia felicidad y el sentido de todo aquello que hacemos.

Conserva y cuida tu fe por encima de todo. Aunque todo falle en tu vida, la fe te mantendrá siempre y será lo que te permita levantarte, recuperarte de tus faltas y pecados; sobreponerte a la debilidad de nuestra condición humana y mirar al futuro con esperanza. Mirar al futuro con tanta fuerza que te ayudará a ilusionarte de nuevo, a alegrarte en el Señor porque has experimentado que con la fe en Dios es más que suficiente para que tu corazón entre en intimidad con lo divino y lo puedas seguir amoldando cada día a lo que tu entorno y tú necesitéis. Las paredes no hablan, pero tu corazón sí. Sigue lo que tu corazón te dicta, pero no generalices ni urbanices. Deja que Dios sea Dios y no te interpongas. Hay veces que la tentación se interpone y pretende ser más que Dios. Que no ocurra así en tu vida, pon al Señor en las redes de tu vida, ama y sé feliz para que a tu alrededor toda fluya. El Reino de Dios no solo se construye con la buena voluntad, sino que necesita del compromiso y la implicación de cada bautizado, especialmente desde el convencimiento que surge del encuentro verdadero y profundo con el Señor. Porque cuando el Señor toca todo cambia.

Déjate tocar por el Señor, como Pedro dile: «Señor, tú solo tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Porque la Palabra de Dios no es como la palabra del hombre; los proyectos de Dios no son como los del hombre. Todo es distinto: la palabra del hombre se la lleva el viento, y la Palabra de Dios es eterna, siempre permanece dando verdadero sentido a lo importante de la vida: el amor y la entrega a los demás. Porque Jesucristo nos enseña a amar y a olvidarnos de nosotros mismos. Y así es como estamos cada uno llamados a vivir: mirando por los demás, igual que los padres miran por sus hijos sin cuestionarse su propia vida. El amor les lleva a la entrega incondicional, generosa, auténtica y verdadera. Así hace el Señor por cada uno. Por eso hemos de sentirnos más que bendecidos, porque la herencia que hemos recibido es la fe y no la podemos ni queremos vivir mediocremente, sino con toda la fuerza y compromiso que supone.

Para esto Dios nos ha hecho libres, para que elijamos qué es lo que queremos. Vivir la fe hasta las últimas consecuencias o dejarnos seducir por el mundo. En tus manos está elegir.