Saber esperar con paciencia

¡Qué trabajo cuesta muchas veces ser paciente! Que las cosas pasen cuando las necesito y cuando me urgen, es lo que deseamos todos prácticamente cuando nos encontramos en un momento de dificultad. Queremos pronto la solución y a veces no llega, se retrasa más de lo que nos gustaría. Y al acudir a Dios parece que también se hace de rogar, tarda demasiado tiempo en responder y la espera se hace demasiado angustiosa, tanto que incluso en ocasiones se convierte en sufrimiento. Una de las virtudes que Dios quiere que tengamos es la paciencia, y esta es la que nos ayuda a seguir manteniendo la fe en el Señor que ha de responder. La paciencia nos lleva a saber esperar, a no precipitarnos ni desesperarnos; a mantener la calma, aunque las cosas no pinten bien y todo bajo nuestros pies se esté desmoronando a una velocidad vertiginosa. Es con la paciencia con la que obtendremos respuesta a nuestros ruegos; esa respuesta que llega en el momento en que Dios lo que decide y planea. ¿Por qué se hace tanto de rogar? Porque los planes de Dios no son los nuestros y nuestra manera de pensar no es la de Dios. Dios no actúa por intereses ni por la inmediatez de nuestra situación personal. Dios es paciente y es necesario que tengamos nuestro espíritu preparado para que su acción sea efectiva en nuestra vida.

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Digno de mi bautismo

Vivir nuestro Bautismo conforme al Evangelio, es el gran reto que cada día tengo por delante. El nivel de exigencia que Jesús propone es grande, y, a veces cuesta trabajo estar a la altura porque se pide abnegación, sacrificio, renuncia, y, sobre todo capacidad de perdonar a todos sin hacer acepción de personas. Así lo dice el apóstol san Pedro en casa de Cornelio, centurión romano: «Dios no hace acepción de personas» (Hch 10, 34). Al igual que el Señor no hace distinción de personas conmigo y siempre me acoge, siempre perdona mis pecados cuando arrepentido le imploro su misericordia y derrama su gracia sobre mí, así tengo que hacer yo cada día, por mucho que me cueste, con los que me rodean: no hacer distinción ninguna y aceptar y acoger a todos en mi corazón siempre.

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Semana Santa en pandemia

No sabemos los planes de Dios. Ya lo decía el apóstol san Pablo: «¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él existe todo. A él la gloria por los siglos» (Rom 11, 33-36). 

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Un mar de luz

El Señor Jesús después de resucitar no se queda inmóvil, sin hacer nada, sino que continuamente se está haciendo presente en la vida de los discípulos. Después de haberse reunido en el Cenáculo y encontrarse con el Resucitado volvieron a sus tareas cotidianas, a la normalidad de su vida. Ahí es donde Jesús también se aparece y manifiesta para renovar la vida de los discípulos dentro de su cotidianeidad. El encuentro con Cristo Resucitado no puede hacer que volvamos a nuestra vida como si no hubiese pasado nada, donde todo sigue como siempre, viviendo de la misma manera y sumergidos en las rutinas diarias. El encuentro con Cristo nos debe hacer hombres nuevos, dispuestos a vivir desde el espíritu de la Resurrección. Esto les ocurrió a los discípulos, cuando volvieron a sus tareas de pescadores. Se pasaron toda la noche faenando y no obtuvieron fruto (cf. Jn 21, 1-14), hasta. Que Jesús les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21, 6), y todo fue a plena luz del día, no en la oscuridad de la noche. Las obras del hombre nuevo han de realizarse a la luz del Resucitado, iluminados por la claridad que nos da Cristo Jesús. Al llegar de la pesca se sentaron a comer y Jesús termina llamando de nuevo a Pedro y diciéndole: «Sígueme» (Jn 21, 19). Es la llamada a la vida nueva que no podemos rechazar si queremos dejarnos seducir por el Resucitado. Ha llegado el momento de dar ese paso, ese salto que transforme definitivamente el corazón.

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