
La Cuaresma es un desierto, un camino de conversión que nos lleva hacia la Pascua, hacia el encuentro con Jesucristo Resucitado. Este cambio personal se produce cuando uno es capaz de encontrarse consigo mismo y abrirse en canal ante el Señor, que todo lo conoce y puede, para dejarse transformar por Él. Cuando se experimenta ese cambio todo se ve de una manera distinta. Es innegable el esfuerzo personal que supone dar ese paso, porque hay que estar dispuesto a que tu vida sea otra. Resistirse a ello, y mucho más, renunciar a tus seguridades, comodidades y bienestar es algo que hay que pensarse, porque las seducciones del mundo son mucho más apetecibles y seductoras que lo que el Evangelio nos presenta: sacrificio, esfuerzo, renuncia a uno mismo para entregarte a los demás…



Hay veces que nuestro camino se hace demasiado cuesta arriba. La vida nos marcha bien, hasta que de repente nos llegan sorpresas inesperadas que nos hacen reaccionar, tanto para bien, como para mal; según nos pille y dependiendo del ánimo con el que nos encontramos, reaccionamos mejor o peor. Cuando se tratan de dificultades y sufrimientos, experimentamos el peso de la vida, de los problemas, y nos creamos una coraza que se interpone entre cada uno y lo que nos rodea, para hacernos fuertes, impenetrables; lo que pasa es que por mucho que queramos resistir, hay veces que el sentimiento de culpa, impotencia, desazón y desánimo pueden más dentro de nosotros mismos, y terminan haciéndonos más daño del que quisiéramos. Afrontar los problemas y dificultades no resulta para nada sencillo, pero es ante la adversidad donde tenemos que superarnos para no sucumbir al desaliento y así podamos encontrar la fuerza y la manera de salir adelante.



