Llamados como hijos a la fe

Dios nos habla y se dirige a cada uno. Siempre nos llama por nuestro nombre para que le sigamos y aprendamos de Él. Es el compañero de camino ideal que, pase lo que pase permanece fiel porque su corazón es tan grande y tiene tanto amor que repartir, que nunca se cansa de tomar la iniciativa para que mejoremos nuestra relación. Quiere que seamos felices y que todo lo que hagamos y vivamos nos sintamos realizados y plenos.

Dios nos llama por nuestro nombre porque somos únicos e irrepetibles; somos su creación particular, nos ha regalado la vida, para que la cuidemos y podamos desarrollarnos en las mejores condiciones posibles, pero sin despistarnos, porque es muy fácil perder el sentido de lo que hacemos y que se nos tuerza la vida, poniendo todo nuestro mundo patas arriba y con una sensación de amargura preocupante. Nuestra vida no puede pasar sin más, convertirla en rutina es la muerte de nuestra alma y la pérdida del sentido de porqué estamos aquí; que siempre vivamos lo mismo y no nos aporte nada es desaprovechar la oportunidad tan maravillosa que el Señor ha puesto en nuestras manos para que seamos dichosos por tanto bien recibido. Hay veces que nos podemos bloquear, porque la situación nos supera, pero no nos exime de, pasado el momento, sobreponernos y seguir caminando con el apoyo de la fe que el Señor nos da, pues hemos de ser conscientes que por nuestra propia fragilidad nos vemos superados en muchas situaciones y necesitamos de ayuda.

Por eso, Dios nos llama a la fe, para sentirnos hijos que forman parte de una familia más grande que la nuestra de sangre, la de los hermanos en la fe. Hijos de Dios reforzando nuestra propia identidad cristiana y dando un nuevo sentido a la palabra familia, que se amplia y adquiere para nuestra vida un carácter más universal. Es el cambio de mentalidad al que nos llama Jesucristo cuando nos dice que nos tenemos que amar como hermanos (cf. Jn 15, 12-15). Esta vivencia, que comporta un nuevo estilo de vida, la tenemos que hacer nuestra cada uno, desde el encuentro personal con Cristo y el sentido de pertenencia a la Iglesia, donde todo lo que ocurre en ella te importa porque lo vives como tuyo. Viviendo en familia y amando a los tuyos es como abrimos el corazón, servimos y nos esforzamos por enriquecer y mejorar lo que sentimos como nuestro.

Hay que estar atentos para no confundir la llamada de Dios, porque a nuestro alrededor también se dan muchas llamas en medio de nuestra sociedad que quiere vivir sin Dios, donde la cultura del hedonismo se ha instalado fuertemente y donde, como decía el Papa Benedicto XVI, la dictadura del relativismo quiere hacernos ver que todo vale y que cada uno podemos hacer lo que consideremos, porque tenemos derecho a ello. Ante esto Jesús nos invita a caminar contracorriente: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros». (Mt 5, 11-12). Nuestra vida no corre peligro porque no la vamos a perder por ser creyentes, pero sí que en muchos ambientes nos pueden señalar porque no es lo común ser practicante y vivir la fe. Son muchos los ambientes en los que se niega a Dios y se habla mal de la Iglesia, y los que nos manifestamos creyentes tenemos que caminar con caminar contracorriente porque supone vivir de una forma distinta al resto, dejándonos influenciar por el Evangelio que nos va a llevar a ser signo de contradicción en nuestros entornos.

Dios nos llama a vivir nuestra vocación creyente de una manera auténtica, sin dejarnos influenciar por el estilo de vida del mundo y poniéndole en el centro de nuestra vida. Que nuestra respuesta sea generosa, para que así el testimonio que mostremos al mundo sea convincente por nuestra manera de vivir y de tratar a los que nos rodean, para que todo lo que hagamos sea desde el corazón y lleguemos a los otros.