
Cuando estamos ilusionados por algo con lo que nos sentimos identificados y convencidos de que es nuestra opción de vida, ponemos todas nuestras energías y esperanzas en algo que hacemos. Si algo deseamos es estar siempre ilusionados como el primer día. Hay días que es más fácil y otros que resultan más complicados. Hay veces que el desgaste al que nos vemos sometidos durante nuestro día a día va minando nuestras expectativas, esperanzas y fuerzas. Muchos son los pensamientos y sentimientos que se pasan por nuestra mente y nuestro corazón. Somos lo que somos y eso no lo podemos cambiar nunca. Que las ilusiones en nuestra vida sean más grandes o pequeñas, duren más o menos en el tiempo, es normal. Muchas de ellas son limitadas en el tiempo y otras han de ser las que nos duren durante toda la vida, como por ejemplo vivir cada día entregados al Señor; desear estar siempre con Dios; amar al estilo de Jesús de Nazaret.




A menudo solemos encontrarnos en situaciones en las que ninguno nos atrevemos a llamar las cosas por su nombre, para no quedar mal con nadie, para no señalarnos en ningún momento y para no tener que pasar el mal trago de decirle a alguien la verdad, que no es plato de buen gusto y que nunca es cómoda, ya que puede provocar en desagradable desencuentro. Estas situaciones pospuestas en el tiempo van creando un clima enrarecido y de incomodidad entre las personas, que es fácil de atajar si tomáramos el compromiso de llamar a las cosas por su nombre y decir lo que pensamos con sinceridad, desde la prudencia y la caridad fraterna.


