Dame paciencia, Señor

Hay veces que cuesta trabajo ser paciente y sobre todo demostrarlo. En muchas ocasiones la perdemos y nos llenamos de ira porque tenemos desencuentros o situaciones que ni nos gustan ni ayudan y hacen que “saltemos por los aires”. Humanamente puede tener su justificación, especialmente cuando estamos al límite, aunque como creyentes tenemos que confiar en Dios y en sus tiempos.

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La bondad del corazón

Ponerse en el lugar del otro y entender cómo se siente para poder ayudarlo o ser un apoyo en los momentos de dificultad es un don de Dios. Ante la situación que se está viviendo en Ucrania he tenido una conversación con una persona donde me contaba su disposición para acoger a refugiados en caso de que fuera necesario. Me ha alegrado escuchar lo que me estaba diciendo y me ha encantado más aún ver cómo desde la vivencia de la fe nace el deseo y el compromiso de querer ayudar a los demás ante situaciones dramáticas como las que estamos viviendo en estos días, porque el dolor y el sufrimiento del hombre no puede hacer indiferente al creyente; más bien te hace tomar partido desde tu propia realidad comprometiendo tu vida y siendo consciente de los cambios que este compromiso te puede acarrear en tus hábitos de vida.

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La calma en mis tempestades

En cuantas ocasiones nos vemos sorprendidos y sobrepasados por las situaciones. Como si nos encontráramos al borde de un precipicio donde solo hay peligro y vacío ante nosotros. La angustia y el desconcierto hacen mella en nuestro interior porque todo ha cambiado repentinamente. La cabeza no deja de dar vueltas y surgen multitud de preguntas que se quedan sin respuesta en nuestro interior. Esa sensación de frío que invade tu interior te hace creer cómo todo se desvanece bajo tus pies sin saber cómo actuar ni qué decir porque todo es distinto.

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Agradecido

Dentro del mundo tan frenético que nos rodea, con tantas prisas; tantas personas que vienen y van; tantas situaciones de sufrimiento, dolor y desesperación; tantas enfermedades, muertes y violencia…; en medio de esa muchedumbre, te has fijado en mí. Me has dicho lo importante que soy en tu vida y cómo me amas de corazón.«No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). ¡Cuántas veces me has ayudado, consolado, apoyado, animado, reconfortado, escuchado, comprendido! No tengo palabras para poder definirte, porque se quedan cortas para expresar todo lo que siento. Pero sé que sin ti mi vida no es nada, porque tú lo llenas todo de sentido; estimulas cada acción de mi día a día y siempre te tengo presente, porque sé que no sólo diste la vida por mí, sino que la sigues dando cada día. Me has perdonado cuando he sacado lo peor de mí, me has dado nuevas oportunidades cada vez que he metido la pata, y por eso sólo puedo decirte “¡Gracias!”.

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Como el centurión romano

A menudo nos hemos podido encontrar con situaciones en las que hemos pensado que no éramos capaces de llevarlas a cabo, porque creíamos que no estábamos suficientemente preparados o que no seríamos capaces. En otras, en cambio, hemos llegado a considerar que era demasiada la confianza que depositaban en nosotros y nos hemos llegado incluso a ruborizar y sentirnos demasiado agasajados por el privilegio que nos concedían. Y es que, en ambas posturas, se nos ha planteado un reto, que nos ha llegado a poner en una encrucijada, que nos ha llevado a tener que dar lo mejor que tenemos en nuestro interior, para mostrar nuestras mejores cualidades y responder claramente a la confianza que han depositado en nosotros. Aunque nos ha producido ciertos momentos de tensión interior, por la inseguridad de saber si lo haríamos bien y si nuestra tarea sería bien aceptada y gustaba a los demás. Y qué bien nos hemos sentido cuando hemos comprobado que hemos sido capaces, que valíamos para lo que pensábamos que no, y que no era para tanto, pues luego ha sido más fácil de lo que esperábamos.

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