Instrumento de la Palabra

Los discípulos se nutrían constantemente de la Palabra de Jesús. Había veces que la entendían con claridad y otras que necesitaban que el Señor Jesús se la explicase a parte. Necesitaron un proceso de formación y acompañamiento por parte del Maestro que tuvo su culmen en Pentecostés. La sabiduría que adquirieron no llegó por ciencia infusa, sino porque realizaron un camino y fueron testigos de todo lo que el Señor realizó y enseñó. Así es como tiene que ser nuestra vida de fe; un camino al lado de Jesús, dejándolo todo para seguirle. Este es el primer paso que hay que dar: estar disponible, hacer que el corazón y el espíritu no tenga ninguna predisposición, sino dejarse llevar por Jesús y estar decidido a seguirle con fe. Hay veces que la confianza disminuye ante las situaciones de la vida que se presentan; el no saber qué hacer; no tener ciertas seguridades; tener que aceptar las debilidades de los hermanos para poder caminar juntos a veces resulta muy complicado. El Señor Jesús te invita a perseverar, a no desfallecer. Escucha con atención lo que cada día te dice a través de su Palabra y aliméntate de ella. En cuanto la Palabra de Dios deja de ser alimento para el alma comenzamos a flaquear; los defectos de los hermanos se hacen más grandes a nuestra mirada y nos empezamos a separar de ellos; las tentaciones se hacen más frecuentes y caemos en ellas, movidos por ese deseo de supervivencia y comodidad que nos lleva a no complicarnos la vida por los otros y empezando a ser espectadores de lo que ocurre a nuestro alrededor, sin tomar partido en ello.

La Palabra del Señor siempre nos empuja, nos lleva a transformar el mundo en el que vivimos, porque nuestra primera opción es hacer la voluntad de Dios y no la propia nuestra. Por eso la Iglesia no tiene que anunciarse a sí misma, lo mismo que cada uno de los que la formamos. Anunciamos a Cristo Resucitado que es la Cabeza y nosotros formamos parte de su cuerpo (cf. 1 Cor 12-27), llegando a querer en todo momento que los que nos escuchan se acerquen a Él y tengan una experiencia gozosa de encuentro. Si la Palabra de Dios no nos lleva a salir de nosotros mismos es porque nos estamos anunciando a nosotros mismos. La Palabra de Dios siempre nos tiene que sacar de nosotros mismos, haciendo que abramos nuestro corazón, toda nuestra vida a los demás. El Espíritu de Dios sopla siempre hacia fuera, nunca hacia dentro. Cuando Jesús dio su Espíritu a los discípulos al resucitar lo exhaló, lo sacó de su interior (cf. Jn 20, 19-31), para sacarnos de nuestras comodidades, de nuestro “yo”, e ir al encuentro de los hermanos. Es por esto por lo que la Palabra de Dios es Vida, porque nos permite vivir en el Señor, actuando como Él, haciendo nuestros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús.

Haz de tu vida espiritual tu seña de identidad. No te conformes con hacer las cosas como buenamente puedas. Aspira a grandes cosas en el nombre del Señor, que quiere que te realices en todo lo que haces, y que seas mediador entre Él y los que te rodean. Que no te pese la responsabilidad, porque sino al final bajas los brazos y no te movilizas. Ser responsable del Reino de Dios es vivir cada día para el Señor y dejar que tu vida, tus gestos y palabras lleguen al corazón de los demás. Céntrate en eso, en actuar por amor desde el corazón y animar a los que te rodean a que se encuentren con el Señor. Del resto ya se encarga el Señor. No quieras ocupar su lugar, Él bien sabe lo que tiene que hacer. Tú procura poner en práctica su Palabra viviendo con fidelidad y coherencia, para que así puedas refrendar con tus acciones todo aquello que dices. Así es el amor de Dios, un amor que no tiene límites y que todo lo desborda. La Palabra de Dios es vida porque está llena de su Espíritu, porque es capaz de transformar el corazón del hombre y hacer que llegue a donde menos se lo espere. Si Dios nos da el ciento por uno cuando sembramos, ¿cómo no va a ser capaz de transformar desde su amor los corazones endurecidos? Deja que la Palabra de Dios siga tocando tu vida y confía plenamente en Él, porque Dios quiere hacer de ti un instrumento maravilloso de su amor.