
La Pascua es el paso, de la muerte a la vida, del sepulcro a la Resurrección del Señor. Jesús ha muerto para darnos la salvación y enseñarnos el camino que debemos seguir para ir a su encuentro. En este tiempo de Cuaresma no solo nos preparamos para esta celebración tan gozosa, sino que también queremos vivirlo como el primer anuncio de lo que es la alegría, desear prepararnos para celebrar la Vida que el Señor Jesús nos da. Vivir en lo negativo, en la frustración, en la distancia con el Señor, es sumergirnos en la oscuridad, pudiendo elegir estar en luz que Dios nos quiere dar. Jesús quiere vivificarnos, y para eso quiere invitarnos a entregarnos a los demás, a vivir con pasión nuestra vida de fe, a compartir todo lo que tenemos, a poner a disposición de los demás nuestra propia vida… porque este es el espíritu de la Conversión, que nos ilumina y nos lanza a la verdadera felicidad.





A menudo nos hemos podido encontrar con situaciones en las que hemos pensado que no éramos capaces de llevarlas a cabo, porque creíamos que no estábamos suficientemente preparados o que no seríamos capaces. En otras, en cambio, hemos llegado a considerar que era demasiada la confianza que depositaban en nosotros y nos hemos llegado incluso a ruborizar y sentirnos demasiado agasajados por el privilegio que nos concedían. Y es que, en ambas posturas, se nos ha planteado un reto, que nos ha llegado a poner en una encrucijada, que nos ha llevado a tener que dar lo mejor que tenemos en nuestro interior, para mostrar nuestras mejores cualidades y responder claramente a la confianza que han depositado en nosotros. Aunque nos ha producido ciertos momentos de tensión interior, por la inseguridad de saber si lo haríamos bien y si nuestra tarea sería bien aceptada y gustaba a los demás. Y qué bien nos hemos sentido cuando hemos comprobado que hemos sido capaces, que valíamos para lo que pensábamos que no, y que no era para tanto, pues luego ha sido más fácil de lo que esperábamos.
