El Señor ha estado grande

«El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 126, 3)

Dios es alegría y esperanza; la que siempre nos quiere transmitir para que la podamos hacer vida cada día. A veces cuesta, porqué negarlo, pero merece la pena sentir que tu vida cambia cuando dejas que el Señor ponga la mano sobre ella, te sientes bendecido y desbordado por tanto bien recibido.

Hace unos pocos días lo comentaba con un amigo. Compartíamos la vida y tantos momentos vividos juntos, donde el Señor se ha hecho muy presente, y donde de primera mano hemos visto cómo toca el corazón y es capaz de hacer volver la mirada a Él al que se siente lejano, frío o sin creer. «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar» (Sal 126, 1). Están siendo muchos los corazones que está tocando, es una realidad innegable. Nuestra suerte ha cambiado al abrirle las puertas, pero a su estilo: sin hacer ruido, de una manera desapercibida, donde muchos no lo perciben al estar tan metidos en su propio ritmo de vida y en sus ruidos interiores, que pasan de largo y no lo perciben. Solo se percibe en el trato, en la mirada, en la expresión corporal, porque se ve algo distinto. Es muy fácil perder esa fuerza que te ayuda a caminar contracorriente y que te arrastra a la corriente del mundo, para volver a quedarte vacío, solo.¡Sí!, pero ¡no!

 Así lo quiso Jesús y lo dice además el apóstol san Juan en su prólogo del Evangelio: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Por esto Jesús no se escandalizó, incluso hasta contaba con ello porque ya sabía del rechazo de muchos corazones, ya lo predijo también el anciano Simeón cuando María y José fueron a presentar al niño en el templo: «Será como un signo de contradicción para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35). Hay veces que los planes del Señor no son fáciles de entender, y es verdad que podemos pensar que estamos en el buen camino porque hacemos lo correcto y nos creemos en lo cierto, pero el corazón se cierra a la acción del Señor y tenemos que volver a la fuente, no nos queda otra. La fuente está en Jesús Eucaristía. Cuando la descubres o retomas en serio, se convierte en tu centro y lo buscas; se ha convertido en una necesidad.

Entonces el Señor empieza a escribir en tu historia porque «ha cambiado tu suerte, como los torrentes del Negueb» (Sal 126, 4). La región del Sur israelita, que era un páramo desierto, se volvió fecunda y llena de vida; como la vuelta de los israelitas del destierro, con un futuro prometedor. Tú, que estabas lejos, haciendo tu vida al margen de Dios, de repente te encuentras con la Vida en el Señor y tu fe con una necesidad inmensa de llenarse de Él. Tu suerte ha cambiado, no por la fortuna, sino porque has dejado que el Señor tome las riendas de tu vida y Él te la empiece a organizar y a opinar (porque algo tiene que decir, ¿no?). Ten por seguro que lo que viene de Él siempre es bueno y nunca te va a perjudicar. Solo cuando te cierras en banda y te centras en ti mismo es cuando te enfrías porque ha dejado de ser el centro y te has puesto tú: mi vida, mis problemas, mis cosas, mis necesidades… Y todo lo relacionado con Él se vuelve frío porque ya no es el centro. ¡Tu suerte cambia! Porque tus motivaciones y circunstancias han cambiado, ¡está lejos!

La tristeza, el agobio, la frialdad, el desasosiego es lo que reina en tu vida, y te acostumbras a sobrevivir y a que los días vayan pasando. El ser humano es capaz de adaptarse y sobrevivir. Jesús no te quiere así: «Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (Sal 126, 6). Él transforma tus semillas en frutos, y eso sí que es un regalo, porque te ayuda a creer más en ti, a mirarte con amor y a dejar que tus talentos se empiecen a multiplicar, ¡qué bien!, le has dejado formar parte de tu vida de nuevo. Cuando es tu motor, tu felicidad, tu combustible, vas más lejos todavía. Para Dios este mundo no tiene metas, la meta es llegar a Él y contemplarle cara a cara. Los límites siempre los ponemos los hombres, nunca los pone el Señor. ¿Cuáles son los límites que le has puesto?

Cuando los quitas solo te queda decir: “El Señor ha estado grande conmigo y qué afortunado soy”