Vuela alto

La vida es un regalo que Dios nos ha hecho. Le pertenece a Él y sabemos que por más que queramos no podemos comprar ni un segundo más de ella. No podemos olvidarnos de que nuestra vida no nos pertenece, sino que es de Dios. Hay veces que nos olvidamos de ello y nos comportamos como si fuese única y exclusivamente nuestra. Dios nos ha creado y somos propiedad suya, aunque nos empeñemos en renegar de Él y en apartarle totalmente de nuestro lado para hacer lo que mejor nos parezca. Nos supera en cada una de nuestras facetas y dones y no podemos compararnos con Él en nada. El deseo de Dios cuando puso en manos del hombre toda la Creación fue: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra» (Gn 1, 28). Les encomienda actuar y hacerlo con buen sentido, desde la responsabilidad. Cuidando todo lo que les rodea, no solo la naturaleza, sino también las relaciones personales, dominando los animales, pero nunca a sus semejantes. Ningún ser humano debe estar ni por encima ni por debajo de nadie. Todos somos iguales ante Dios porque somos sus hijos. Y el amor debe de ser el motor de nuestra vida.

Qué importante es tener un buen corazón para hacer lo correcto siempre y sobre todo con amor. Que tu corazón ponga a Dios en el centro, para que todo lo que recibes de Él gratis, así lo des también (cf Mt 10, 8). La vida se nos ha dado, como creyentes estamos llamados a imitar y amar al estilo de Jesús, viviendo en verdadera paz con todos. Que cuando reces o vayas a comulgar seas expresión de comunión, porque no tienes nada pendiente con ningún hermano tuyo, (cf Mt 5, 23-24) y puedas acercarte y acoger al mismo Cristo con un corazón limpio. Por eso, Él nos invita a dejar la ofrenda a los pies del altar, antes de presentarla, y reconciliarnos con el hermano. No podemos entender la comunión con Dios sin la comunión con los hermanos, ambas deben ir juntas de la mano. Es la llamada que el Señor Jesús nos hace cada día a los que somos creyentes. Cuida todo lo que Dios ha puesto en tus manos y busca usarlo siempre correctamente y con dignidad.

Que tus ocupaciones cotidianas no te priven de vivir en la fidelidad a la Palabra de Dios, siendo obediente a lo que Cristo te pide: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14, 15). Si quieres vivir para el Señor no puedes excusarte con que no tienes tiempo o ganas; con que no crees o no lo necesitas… Con tu vida estás llamado a dejar una huella en el mundo, transformando lo que te rodea y convirtiéndolo en una oportunidad para acercarte y acercar a Dios a los que están contigo. Todos somos instrumentos del Señor, activos o pasivos, pero lo somos. Que en ti esté la ilusión de ser un instrumento activo, con ganas de vivir tu fe y compartirla. Mira las necesidades que hay en tu entorno y sé generoso a la hora de entregarte sin escatimar esfuerzos; sé práctico cuando transmitas el amor de Dios, especialmente en los pequeños gestos y detalles; comparte tu experiencia de fe con quienes te rodean, porque necesitan escucharte; ofrece tu tiempo a los demás y no pienses que es tiempo perdido para hacer lo que te apetece, o que necesitas tu espacio; sirve desde el corazón a quienes te rodean, para que así los demás puedan sentir cercana la presencia de Dios a través tuya.

Que tu actitud sea como la de Jesús, hacer la voluntad del Padre. Apartándote todos los días a un lugar solitario (Jesús se retiraba a la montaña) para orar y ponerte en las manos de Dios. No sirve solo con la buena voluntad, con el pensamiento, con la intención. Has de dejar que la presencia de Dios vaya calando poco a poco en tu corazón, como la lluvia fina que empapa la tierra. El mejor tiempo empleado en tu vida es el que le entregas a Dios, porque así el Señor te ayudará a dar y sacar lo mejor de ti y convertirá tu vida en el mejor de los regalos que los demás puedan recibir. Con Dios todo es posible. Vuela alto.