La fortaleza de tu fe

Dios nos ayuda a sacar fuerza de donde menos lo pensamos. Cuando nos sentimos débiles, sin energías y atravesando los peores momentos de nuestra vida, el Señor no nos deja de su mano, al contrario, nos sostiene y nos mantiene para que no salgamos derrotados ni perjudicados; en medio del sufrimiento y del dolor nos conserva para que sigamos avanzando y seamos capaces de salir adelante. Por eso, Dios nos da la fortaleza, para que, ante las debilidades, ante las situaciones de sufrimiento y dolor seamos capaces de resistir tanto en las pruebas como en las tentaciones, para mantenernos firmes, sin cambiar en nuestros propósitos ni deseos de aprender y madurar en la vida. Es importante cuidar la vida espiritual, porque nos permite caminar hacia delante en las dificultades sin perder el norte y la esperanza de lo que somos y creemos, y así no dejarnos llevar en ningún momento.

Confía en el Señor para que luche por ti en los momentos de dificultad; a veces luchamos con nuestras fuerzas, pero nos equivocamos, porque el Señor quiere mantenernos cuando vemos que todo está a punto de derrumbarse. El Espíritu Santo es quien nos ayuda a estar en pie, firmes en la fe, para que no nos abandonemos, sino que sintamos que el Señor es nuestro refugio, nuestra salvación. Dios siempre nos escucha y sabe lo que en cada momento necesitamos, porque conoce todo lo que nos ocurre y hay en nuestro interior. En las peores situaciones es cuando más cerca podemos sentir al Señor. No pienses que estás vacunado contra toda enfermedad; las enfermedades del alma se tratan desde la oración, desde el encuentro con el Señor Jesús. No te rindas a la mínima de cambio. Claudicar a la mínima de cambio y destruir cualquier atisbo de esfuerzo para cambiar es limitar la capacidad de conversión. Si quieres ser fuerte y así manifestarlo, resiste ante todo lo que te quiere perjudicar.

Deja que la fortaleza ilumine la virtud de la voluntad, pues al ser de acero ayuda a convertirla en instrumento para atacar al enemigo y mantenerse firme ante las tentaciones de cada día. Que la fortalezca te ayude a resistir las dificultades del camino y sobre todo te mantenga fuerte ante los ataques del contrario. La fortaleza no se adquiere gratuitamente y sin ningún esfuerzo; se necesita mucho trabajo, para estar al lado del Señor. Siempre se harán presente en estos momentos la pereza, la duda, el desánimo… has de vencerlos. Quien es fuerte lo logra, quien claudica, termina quedándose vacío del Señor. La medida está en el esfuerzo, en la capacidad de perseverar ante las contrariedades de la vida. Quien es fuerte en el Señor lo supera; quien se deja llevar termina desesperado y con una crisis de fe importante. Afronta las dificultades en tu vida con la ayuda del Señor, porque de los que luchan, de los que se esfuerzan es también el Reino de los Cielos. No hay batalla que se gane sin lucha. Al enemigo no se le vence con la mirada, con el pensamiento o la buena voluntad. Al enemigo se le vence luchando, esforzándose por ser mejor cada día y dar lo mejor de ti en todo momento.

Así se lo decía Jesús a los fariseos que eran amigos de las riquezas: «La Ley y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia la buena noticia del reino de Dios y todos se esfuerzan por entrar en él. Es más fácil que pasen el cielo y la tierra que no que caiga un ápice de la ley» (Lc 16, 16-17). Seguir a Jesús exige, pasar por la puerta estrecha a veces es demasiado complicado y exigente (cf Lc 13, 24), pero es la manera de resistir y poder avanzar en el camino de la fe. La experiencia del encuentro con Cristo transforma y libera, porque cobra sentido todo sacrificio y sobre todo el deseo de querer estar siempre con Él y que nunca se vaya de tu vida. Cuidar la fe y estar cerca de Dios es el mayor gozo del creyente, porque te sientes en paz y renovado; descubres que lo más grande que te ha pasado en la vida es Dios, y por eso te entregas a Él y le ofreces todo por completo. No te dejes vencer, no te dejes seducir por las tentaciones del mundo y de lo inmediato. Resiste en el Señor porque «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21, 19).