
Estar alegres y contentos cuando las cosas marchan bien eso es muy fácil. Mantener la alegría y la esperanza cuando las situaciones se tuercen y las cosas no marchan como queremos, esto es algo muchísimo más difícil. Siempre las personas que afrontan con fuerza, ánimo y esperanza sus sufrimientos y dificultades, se convierten, para los que las conocen, en testimonio y ejemplo de fortaleza; son ellas las que animan a quienes las rodean y las que sonríen; parece que no se sabe de dónde sacan las fuerzas y cómo transmiten esas ganas de vivir y de luchar. En muchas de ellas, al menos las que yo conozco, la fe juega un papel muy importante. Poner a Dios en la vida es el mayor de los regalos que pueden tener y ofrecer también a los demás.
Toda una vida entregada merece su reconocimiento. Las personas que lo han dado todo merecen un agradecimiento por parte de la sociedad, ya que, directa o indirectamente, hemos recibido nuestra parte de herencia gracias a los beneficios que en su momento aportaron su productividad y eficacia, siendo totalmente conscientes de que lo que hoy tenemos es fruto de lo que ellos lucharon. Lo lleva avisando y denunciando el Papa Francisco desde que comenzó su Pontificado: la sociedad de hoy en día está tan pendiente de la productividad y vive con tanta rapidez, que todo lo que suene a mayor, antiguo y anciano, automáticamente y por norma lo descarta. Esta es la dictadura de la cultura del descarte en la que nos hemos sumergido. Las prisas con las que vivimos han hecho de nosotros seres impacientes, incapaces de mirar con calma la vida, de pararnos para cultivar nuestra interioridad, porque la postmodernidad nos ha sumergido en el mundo de la inmediatez y de la efectiva productividad. Hemos perdido esa capacidad de contemplar la vida y la hemos sustituido por la deshumanización del hombre a través del rendimiento y eficiencia económica y productiva: tanto aportas, tanto vales.