Un encuentro con Cristo resucitado

Todos quedaron más desconcertados aún en el Cenáculo, después del gran horror que habían presenciado al ver al Maestro crucificado. Aún estaban conmocionados por la tragedia, por todo lo ocurrido después de celebrar la Pascua. Por miedo habían dejado a Jesús solo ante la guardia romana y del Sanedrín, encabezados por Judas. ¿Cómo podía haber traicionado al Maestro? ¡No lo entendían! Habían estado hablando con él y no habían notado nada raro en sus palabras. Después todo sucedió demasiado rápido. No se atrevían a preguntar para no ser descubiertos, hasta que le vieron cargado con la cruz, camino del Gólgota. Todo estaba perdido, se había acabado esa preciosa aventura que hace tres años habían comenzado con Jesús cuando los fue llamando uno a uno. ¡Qué gran decepción ver a Jesús muerto! Él que había resucitado a muertos, ¿cómo podía acabar así? Entre lágrimas y risas compartían lo vivido con Él durante su vida pública. Y de repente llegó el gran sobresalto, el gran susto que les hizo dar un vuelco al corazón: “¡Ha resucitado! ¡Y lo he visto con mis propios ojos!” Era María Magdalena, que venía con el rostro totalmente cambiado, alegre, brillante, en paz. ¿Se había vuelto loca? ¿Habrá tenido alguna alucinación? Si está sonriendo y sus ojos brillan de una manera muy especial, parece como si una luz saliese de su interior. No estaban para sustos ni sobresaltos, después de lo vivido. Está loca, ¿cómo que la ha llamado por su nombre y ha escuchado su voz? Una gran paz anidaba en su corazón. Cristo Resucitado le había devuelto la alegría, la esperanza, la paz, la ilusión. Ya no había tristeza. Pero ellos no sabían nada, ¿cómo el Maestro iba a estar vivo? No entraba en su razón, lo habían visto morir con sus propios ojos, sabían dónde estaba el sepulcro y los que lo pusieron allí les contaron todo detalladamente. Esto no es normal.

Así es como también nos sentimos los seres humanos ante los desconciertos de la vida. Cristo no deja de actuar, de hacerse presente en nuestra vida a cada momento. Él está vivo y sus planes no son nuestros planes. Así es como Dios Padre actúa. Imprevisible, llenando de amor nuestras vidas para que podamos compartir todo lo que tenemos con quienes nos rodean. La conmoción que sufrimos ante las tragedias inesperadas nos bloquea, atenaza y paraliza. La Pascua es precisamente ese paso de Jesús, ese encuentro que nos hace recobrar la alegría, que nos devuelve la esperanza perdida y nos sentimos de nuevo dispuestos a seguir caminando desde el consuelo que el Maestro nos trae a cada uno. En nuestro mundo la incredulidad está a la orden del día. Necesitamos constatar, probar, para sentirnos seguros y firmes en lo que pensamos y creemos.

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Por suerte Dios no funciona según nuestros razonamientos. Se nos escapa a nuestro control, y estar abiertos a lo imprevisible es todo un acto de fe, sabiendo que todo se puede tambalear en el último momento, y en ese preciso instante es cuando el Señor aparece y todo sale rodado. Dios no defrauda, más bien lo contrario, nos convence para que sigamos sus huellas y lleguemos siempre a puerto seguro. María Magdalena hizo el camino de la muerte, yendo al sepulcro a llorar y a terminar de preparar el cuerpo de Jesús, y al momento regresó comenzando el camino de la vida nueva en Cristo, que quiere que anunciemos con alegría el gozo de haberle visto resucitado. María Magdalena nos enseña que la experiencia del encuentro con Cristo no puede ser silenciada, más bien justo lo contrario, ha de ser transmitida, aunque no nos guste; aunque haya actitudes que debamos cambiar y transformar; aunque nuestros interlocutores permanezcan incrédulos e indiferentes. No podemos rendirnos ni callarnos.

Cristo confía en ti, por eso también se hace presente, para que anuncies que está vivo, que ha resucitado. Escucha cómo el Señor te llama por tu nombre, cómo te habla y te pide que pongas en práctica todo lo que has aprendido, sin dejarte nada para ti, más bien, poniéndolo todo en común.