¿Cómo llevar la cruz?

«Entonces decía a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”» (Lc 9, 23-24). Aceptar los sufrimientos de cada día, desde la fe, sin rebelarnos contra Dios, a pesar de las lágrimas que siempre afloran ante el sufrimiento y el dolor, nos santifica, porque nos acercan más al Señor. Cada día debemos vivir lo que acontece, con sus dificultades y alegrías. Lo dice el Jesús también: «No os agobies por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su desgracia» (Mt 6, 34). Cada día tiene su propia cruz, sus propios momentos, y estamos llamados a vivir día a día, cada momento con sus circunstancias, con la sabiduría que vamos adquiriendo a través de cada experiencia que vamos viendo.

Jesús en el Evangelio nunca dice nada que nos perjudique, más bien al contrario, por eso al escucharle decir que debemos negarnos a nosotros mismos y tomar nuestra cruz de cada día, es porque es bueno para nosotros, aunque nos duela. No entendemos el plan de Dios, los caminos de Dios no son nuestros caminos (cf Is 55, 8), porque ante Dios somos imperfectos, limitados y pecadores, y aunque nos creamos dueños de nuestra propia vida y con criterios para valorar lo que está bien o mal, Dios es Dios y no se equivoca; tener fe en Dios es negarnos a nosotros mismos, a nuestras propias razones, juicios, formas de ver la vida, y ponernos ante Su presencia que nos supera y desborda. Sacar lo positivo de una desgracia nos cuesta mucho trabajo, quizás con el tiempo y desde la distancia podamos llegar a comprender. Aunque el dolor nos descoloca, como dice S. Agustín, si “Dios sabe sacar bien del mal” es porque sabe que podemos afrontarlo con su ayuda y llegar a superarlo. Para esto Jesús bebió el cáliz de la cruz, pasó por la angustia y la muerte; porque negándose a sí mismo supo abandonarse en Dios y dar el paso a la Vida.

Con la muerte de Cristo somos capaces de dar sentido al dolor y al sufrimiento; cargamos con el peso de la cruz y avanzamos, para superar y afrontar las enfermedades, la muerte de nuestros seres queridos, los fracasos personales. La tentación de renegar de Dios en momentos así es dar un paso hacia la oscuridad del alma, hacia el vacío existencial que nos deja en la nada más absoluta. Dios es sustento para los que creen y ponen también sus esperanzas en Él, porque nos hace caer en la cuenta de lo que es importante y fundamental en la vida. Todo pasa a un segundo plano cuando nos vemos sacudidos, vapuleados por la cruz que de repente se nos presenta. Somos capaces de hacer las reflexiones más serias y profundas de nuestras vidas, y hemos de buscar la manera de seguir avanzando en el camino de la vida, con la ayuda de los Cirineos que caminan a nuestro lado codo con codo.

Aceptar la cruz desde la serenidad y con entereza es no vivir en la queja ni sentir lástima de uno mismo, a pesar del peso de la cruz, pues hay cruces y cruces. Ábrete a la Gracia de Dios para que pueda actuar en tu dolor, en tu sufrimiento. Que la oración sea el cauce por el que llegar a sentirte unido a Cristo crucificado, y así, al estar íntimamente unido a Él llegar a sentir cómo la paz invade tu alma y te conviertes así en testimonio para los demás. Porque tu experiencia de vida y tu manera de caminar a pesar de las dificultades te hacen ser reflejo de Dios. Hay vivencias que no podemos evitar, y de todo hemos de aprender. Cada uno desde su capacidad de aceptación y desde la determinación que tenga para avanzar. Es cierto que el ánimo es importantísimo, pero no menos, la confianza depositada en el Señor, que nos permite mantenernos firmes y no vacilar,  a pesar de que los ojos se nublen por las lágrimas y se nos encoja el corazón y el alma. Dios nunca falla, siempre está a nuestro lado, sosteniéndonos en la dificultad e increpando al viento y al agua para que todo se calme a nuestro alrededor.