Ser perfectos desde la imperfección

«Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra» (Jn 8, 7), fueron las palabras que dijo Jesús a los que acusaban a la mujer adúltera. Ellos se habían erigido en jueces de los demás, cuando también eran pecadores e imperfectos. Está claro que todos somos humanos, imperfectos, y nos equivocamos. No estamos libres de pecado. Seguro que en más de alguna ocasión hemos hecho algo que no deberíamos hacer, hemos dicho algo de lo que nos hemos arrepentido o hemos perdido los nervios de una manera desmedida porque nos hemos visto desbordados en alguna que otra situación. Por desgracia, hay veces que nos comparamos con los demás y nos llegamos a creer mejores que ellos.

Tomar conciencia de nuestra imperfección es importante, sobre todo cuando nos situamos ante los demás; aunque humildemente pienso que tomar conciencia de nuestro pecado es vital para nuestra vida de fe. Hoy, en nuestro tiempo, corremos el riesgo de crearnos una religión a nuestra medida, que se ajuste a nuestras propias necesidades y que nos tranquilice la conciencia, haciendo que nuestro único juez sea nuestra razón y nuestra conciencia. Entrar en esta dinámica es peligroso, porque prescindimos de Dios y lo sacamos de nuestra vida.

Seguro que has escuchado decir a más de una persona que se confiesa con Dios. La confesión es un sacramento de la Iglesia Católica, y que recibimos cuando el sacerdote nos da la absolución de nuestros pecados por el ministerio que Jesucristo le ha conferido a la Iglesia. Quien dice que se confiesa con Dios lo único que está haciendo es hablar con él. No podemos caer en el “buenismo”, pensando que todos somos buenas personas y que hacemos las cosas a nuestra manera, según creemos en el momento. Nuestro “buenismo” no hace que estemos cerca de Dios, cada vez que queramos o nos acerquemos a Él dependiendo de nuestras necesidades personales y del tiempo que tengamos.

Lo que nos aparta de Dios es nuestro pecado y como dice el apóstol san Pablo: «Sin la ley se ha manifestado la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los Profetas; justicia de Dios por la fe en Jesucristo de los que creen. Pues no hay distinción, ya que todos pecaron y están privados de la gloria de dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3, 21-24). Entramos en la presencia de Dios por la gracia que nos otorga Jesucristo cuando son perdonados nuestros pecados.Para esto ha venido Jesucristo, para liberarnos de las ataduras y de la carga que supone el pecado en nuestra vida. Gracias a que Jesús ha muerto en la cruz y por el Sacramento de la Penitencia tenemos la oportunidad de experimentar el Amor de Dios que se derrama por la Confesión y corroborarlo con mayor intensidad, cuando en Gracia de Dios acudimos a comulgar, porque deseamos recibir al Señor, en el Santísimo Sacramento.

¡Qué grande es Dios! Siempre está dispuesto a perdonarnos los pecados cuando nos mostramos arrepentidos. Dios sabe bien cómo nos sentimos, cuál es nuestro grado de compromiso y cuáles son nuestros pensamientos. A Él nunca le podemos engañar, pero es tan bueno, que siempre respeta nuestra libertad. Está esperando que caigamos en la cuenta de que con Él todo es distinto, que nos decidamos a aceptar todo lo que nos ofrece, pero no de cualquier manera. Ten claro que toda nuestra vida de fe debe encajar perfectamente en todos los engranajes de nuestra interioridad, para que nuestro “mecanismo interior” pueda funcionar a la perfección y podamos saborear la fe como el mayor de los regalos que Dios nos ha hecho por ser hijos suyos. No te prives del amor a Dios. Encaja en tu espiritualidad todas las facetas de tu vida para que el Amor de Dios haga su trabajo en ti y puedas llevarlo a todos los que te rodean.