Las prisas de la vida

Uno de los defectos que tenemos los seres humanos es que dejamos pasar la vida y el tiempo muy fácilmente. Incluso nos permitimos el lujo de estar aburridos y no saber qué hacer, dejando que se consuman las horas hasta que llegue el momento de realizar el siguiente acontecimiento que teníamos programado. Además, muchas veces convertimos nuestra vida en una monotonía que no nos permite ser conscientes de lo que verdaderamente es fundamental en nuestra vida, pues hacemos las cosas mecánicamente sin llegar a saber realmente qué somos y cuál es el sentido de la vida. Hay veces que vivimos a tal velocidad que juzgamos a los demás por la primera impresión que nos dan, o la imagen que vemos de ellos, y no nos damos cuenta de que pueden estar pasándolo mal por algún motivo o que necesitan de nosotros para salir adelante.

Vivir con prisas hace que no saboreemos la vida, que no le dediquemos a Dios un tiempo sereno de oración, que no saboreemos los pequeños detalles, que no nos paremos a respirar profundamente y a ser conscientes de las buenas vibraciones y ráfagas de amor que Dios y los demás nos ofrecen. Muchas veces el “status” social es tan importante, que, al dedicamos tanto a ello llegamos a convertir nuestra felicidad en algo efímero al buscar quedar bien con los demás para que tengan una buena imagen nuestra. No hagas de tu vida una carrera, esto no te asegura ser vencedor. Ten claro que lo importante es avanzar con firmeza, no llegar el primero a la meta. Es importante ser firme y perseverante, para que los pasos que den sean seguros y no tengas que retroceder, sino seguir madurando y creciendo como persona y como creyente.

No dice el apóstol san Pablo: «No está en el quiere ni en el que corre, sino en Dios que se compadece» (Rom 9, 16). Si eres capaz de caminar con paso firme y abandonado en las manos de Dios que no te quepa la menor duda que el Señor te mirará con ojos de misericordia, te llenará el corazón de su amor y te empujará para que conquistes tu futuro, y lo harás comprendiendo cuáles son los ritmos de Dios, que son procesos que hay que respetar, pues cada personas llevamos un ritmo distinto en el camino de la vida.

No mires a los demás pensando que pueden seguir tu mismo ritmo, hacer lo mismo que tú. Cada persona es un mundo, distinta a ti. Puedes compartir la fe, vivir en comunión con ella, sentirte muy unido y caminar juntos en la misma misión, pero cada uno llevaréis un ritmo diferente. Lo que se trata es de ayudarse mutuamente, empujar del otro si es necesario para caminar unidos, no uno más adelante que otro. Y si por circunstancias este caminar separados tuviera que ser, si vas delante, no seas exigente ni impaciente con la otra persona. Todo lo contrario, respeta su ritmo, su tiempo, para que juntos lleguéis a daros de la mano y seguir la marcha dando un testimonio de amor y de unidad.

Agárrate fuertemente al Señor, a la oración, porque ante todo lo que la vida nos trae y los imprevistos que nos sorprenden y zarandean hemos de tener un manantial, que es Dios, del cual hay que beber, para no estar dando tumbos sin saber donde ir. Pararse en el manantial, que es Dios, es necesario, en primer lugar para ser pacientes y que no venga la desesperación; y en segundo lugar para poder ver los problemas y agobios con un espíritu distinto al del agobio, el rechazo, la impotencia, el dolor, el sufrimiento…, este espíritu es ponerse en las manos de Dios, que hace que todo sea distinto, y dejarte llevar a donde Él quiere, aunque tú no lo entiendas. Cuando estás con el Señor no hace falta que te de explicaciones, la fe se basa en creer, sin preguntas ni razones; muchas son las ocasiones en las que la mente nos juega malas pasadas, porque por encima de todo quiere entender y actuar con claridad y esto en el campo de la fe es más bien complicado.

Ponte en las manos de Dios, el que nunca defrauda, y deja que se compadezca de ti para que te ame y te llene de su gracia.